El Papa en el Domingo de Ramos:
pidamos la gracia del estupor.
Volver a comenzar desde el asombro, mirando al Crucificado: es a lo que anima el Papa
Francisco en su homilía de la Misa en el Domingo de Ramos, que conmemora la entrada del
Señor Jesús a Jerusalén. Dejarse sorprender por Jesús, dice el Santo Padre, «para volver a
vivir», porque la grandeza de la vida no está en el tener o en afirmarse, sino en descubrirse
amados por Dios.
En este día “pidamos la gracia del estupor”. Fue la exhortación del Papa Francisco en su
homilía en la Misa de la Conmemoración del ingreso del Señor Jesús a Jerusalén, en el
Domingo de Ramos. La liturgia de hoy, comenzó diciendo el Papa, “suscita cada año en
nosotros un sentimiento de asombro”, pues “pasamos de la alegría que supone acoger a
Jesús que entra en Jerusalén, al dolor de verlo condenado a muerte”. Se trata de un
sentimiento “que nos acompañará toda la Semana Santa”.
PAPA PAPA FRANCISCO HOMILÍA SEMANA SANTA
Es necesario pasar de la admiración al asombro
Recordando el ingreso de Jesús a Jerusalén, en un humilde burrito, mientras en cambio
la gente esperaba con solemnidad para la Pascua “al libertador poderoso” y celebrar la
victoria sobre los romanos “con la espada”, Francisco planteó un interrogante: “¿Qué le
sucedió a aquella gente, que en pocos días pasó de aclamar con hosannas a Jesús a gritar
‘crucifícalo’?” Y explicó:
En realidad, aquellas personas seguían más una imagen del Mesías, que al Mesías real.
Admiraban a Jesús, pero no estaban dispuestas a dejarse sorprender por Él. El asombro es
distinto de la simple admiración. La admiración puede ser mundana, porque busca los
gustos y las expectativas de cada uno; en cambio, el asombro permanece abierto al otro, a
su novedad.
El Papa señaló que también hoy hay muchos que admiran a Jesús, pero que, sin
embargo “sus vidas no cambian”. Esto porque “admirar a Jesús no es suficiente”, sino que es
necesario “seguir su camino, dejarse cuestionar por Él, pasar de la admiración al asombro”.
Lo que más sorprende del Señor y de su Pascua, afirma el Sumo Pontífice, es “el hecho de
que Él llegue a la gloria por el camino de la humillación”.
Él triunfa acogiendo el dolor y la muerte, que nosotros, rehenes de la admiración y del
éxito, evitaríamos. […] Sorprende ver al Omnipotente reducido a nada. Verlo a Él, la Palabra
que sabe todo, enseñarnos en silencio desde la cátedra de la cruz. Ver al rey de reyes que
tiene por trono un patíbulo. Ver al Dios del universo despojado de todo. Verlo coronado de
espinas y no de gloria. Verlo a Él, la bondad en persona, que es insultado y pisoteado.
Jesús subió a la cruz para descender a nuestro
sufrimiento
El Señor se humilló por nosotros, “para tocar lo más íntimo de nuestra realidad humana,
para experimentar toda nuestra existencia, todo nuestro mal”, explicó Francisco. Subió a la
cruz para descender a nuestro sufrimiento, probando nuestros peores estados de ánimo: el
fracaso, el rechazo de todos, la traición de quien le quiere e, incluso, el abandono de Dios.
Experimentando en su propia carne nuestras contradicciones más dolorosas las redimió y las
transformó:
Su amor se acerca a nuestra fragilidad, llega hasta donde nosotros sentimos más
vergüenza. Y ahora sabemos que no estamos solos. Dios está con nosotros en cada herida,
en cada miedo. Ningún mal, ningún pecado tiene la última palabra. Dios vence, pero la
palma de la victoria pasa por el madero de la cruz. Por eso las palmas y la cruz están juntas.
Levantemos nuestra mirada a la Cruz
La vida cristiana, aseguró el Papa, “sin asombro, es monótona”, pues, si la fe «pierde su
capacidad de sorprenderse se queda sorda”: no siente la maravilla de la gracia, ni
experimenta el gusto del Pan de vida y de la Palabra, y no percibe la belleza de los hermanos
y el don de la creación, y no tiene otra vía que refugiarse en legalismos, clericalismos y todas
esas cosas que Jesús condena en el capítulo 23 de Mateo. De ahí la invitación del Santo
Padre a que, en esta Semana Santa, “levantemos nuestra mirada hacia la cruz para recibir la
gracia del estupor”.
San Francisco de Asís, mirando al Crucificado, se asombraba de que sus frailes no
llorasen. Y nosotros, ¿somos capaces todavía de dejarnos conmover por el amor de Dios?
¿Por qué hemos perdido la capacidad de asombrarnos ante él? Tal vez porque nuestra fe ha
sido corroída por la costumbre. Tal vez porque permanecemos encerrados en nuestros
remordimientos y nos dejamos paralizar por nuestras frustraciones. Tal vez porque hemos
perdido la confianza en todo y nos creemos incluso fracasados. Pero detrás de todos estos
“tal vez” está el hecho de que no nos hemos abierto al don del Espíritu, que es Aquel que
nos da la gracia del estupor.
Abrirse al don del Espíritu que nos da la gracia del estupor y “volver a comenzar desde el
asombro», es, pues, la exhortación del Santo Padre: mirar al Crucificado y decirle “Señor,
¡cuánto me amas! ¡qué valioso soy para Ti!”. Dejarse sorprender por Jesús “para volver a vivir,
porque la grandeza de la vida no está en tener o en afirmarse, sino en descubrirse amados».
«La grandeza de la vida está precisamente en la belleza del amor».
En el Crucificado vemos a Dios humillado, al Omnipotente reducido a un despojo. Y con
la gracia del estupor entendemos que, acogiendo a quien es descartado, acercándonos a
quien es humillado por la vida, amamos a Jesús. Porque Él está en los últimos, en los
rechazados, en aquellos que nuestra cultura farisea condena.
Ante la cruz no hay lugar a malas interpretaciones
El Sumo Pontífice concluyó su homilía refiriéndose a la escena “más hermosa” del
estupor que el Evangelio de hoy nos muestra: la del centurión que, al ver expirar a Jesús
exclama: “¡Realmente este hombre era Hijo de Dios!”. El centurión, dijo el Papa, se dejó
asombrar por el amor: vio morir a Jesús “amando” y eso lo asombró. Sufría, estaba agotado,
pero seguía amando.
Esto es el estupor ante Dios, quien sabe llenar de amor incluso el momento de la
muerte. En este amor gratuito y sin precedentes, el centurión, un pagano, encuentra a Dios.
¡Realmente este hombre era Hijo de Dios! Su frase ratifica la Pasión.
Muchos otros antes del centurión, habían reconocido a Jesús como Hijo de Dios. Pero,
sin embargo, “Cristo mismo los había mandado callar, porque existía el riesgo de quedarse
en la admiración mundana, en la idea de un Dios que había que adorar y temer en cuanto
potente y terrible”. Ahora, ante la cruz “no hay lugar a malas interpretaciones”, pues “Dios se
ha revelado y reina sólo con la fuerza desarmada y desarmante del amor”. De ahí la
exhortación final del Sumo Pontífice que, haciendo presente que Dios “continúa
sorprendiendo nuestra mente y nuestro corazón”, anima a que dejemos que «el estupor nos
invada”:
“Miremos al Crucificado y digámosle también nosotros: “Realmente
eres el Hijo de Dios. Tú eres mi Dios”.”